EL MIMO DESCUELGA DE LA NOCHE AZUL

(El hábito de la guerra viste al monje)

Silvia Banfield
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Hubo un secreto esa noche. El Mimo mostró la risa y tristeza de Charles Chaplin. El aviso silencioso del alma, que alguna vez viajó en el sueño. El poeta se quedó doblado en el cristal, pero su mirada estaba detenida ante los anturios rojos sobre la gigantesca ánfora. Son calas de otro color, si las vieras me dijo, y yo presentí el detalle sobre el piso gris sus ojos rodeados del inmenso ventanal, y la ciudad volteada en luces, se va vaciando al amanecer. Dos ánforas presidían una noche griega o romana, su propio pasado, de silencio anclado en un muelle de olvidos y referencias bautismales. Nadie fue más elegante y discreto esa jornada, que estas dos ninfas altivas de signos traicionados por el tiempo. Claudia es el maniquí negro que no pide nada, mientras cruza la noche sobre la luminosidad tibia del amanecer. Se ancla en una música, que va y viene, sobre el piso gris las notas hacen su acústica arrastrada y levantan sus cuerpos casi insomnes, en la levedad presentida de la noche que avanza lenta, segura, con sus caderas ampulosas. El Mimo hace su rutina en un bosque humano, con sus gestos abre su silencio, primero, gana espacios la risa muda, el paso blando de la noche, alguien guarda el resto de los materiales fríos, intraducibles, sin la pretensión de un celoso bibliotecario de Alejandría. El pianista etíope no llegó a la fiesta. Migración lo retuvo, a pesar de su origen africano, tan antiguo como el hombre. Vagó en las reptiles paredes migratorias, con su saco blanco brillante en la noche y dejó morir la monotonía, para encontrar algún sentido a todo esto. Fueron dos mulatos, con poco más de un tercio de África en el cuerpo, los que le detuvieron en una esquina, iluminada indirectamente por un semáforo. Había desamparo en la justicia y la humanidad del etíope, tan lejano como un desierto y huesos antiquísimos que comenzaron a buscar acomodo donde la libertad son dos metros cuadrados de silencio. El poeta se lo imaginó igual y me lo dibujó en el aire, como se hace con las cosas inmateriales, doblemente sentidas. Lo vio entre los anturios, colgar con sus notas y una sonrisa blanca. Un cuerpo enjuto, ojos amarillo fuego apagado, el comienzo de algo, el tropiezo de muchas cosas, la noche africana continúa. Es el hilo de la fiesta anterior del diseño urbano de la piel que los ojos frente al ventanal voltean una ciudad comprometida dormida en su artificio, detenida en el umbral del pequeño espanto. El campanario esa noche mantuvo el discreto encanto de tus ojos, agazapados en la noche húmeda, detrás de un cortinaje que nada oculta, y sólo deja entrever que es tan fácil neutralizar un espacio y no crear nada nuevo. Hay tantas maneras de no decir nada. De ser parte de un juego ocular de una puesta de sol desprevenida en el paisaje o de las cenizas que retira el viento en un cenicero ocasional. No aceptemos menos que el futuro.

§ En el anclaje, está el movimiento

Me gusta la frase y la anoto en mi Bitácora. Remarco futuro y apuesto a él, en un ambiguo anclaje en movimiento, de persona y tiempo. La luz naufraga en un ocre mestizo, casi advenedizo, pero se siente placentero porque dialoga consigo mismo a expensas de un entorno que pudo haber indagado por qué está fuera del marco del paisaje. Nadie pregunta dos veces por un mismo día, aunque las noticias se repitan. Los dados se cargan en la mano equivocada. ¿Es tibio o frío el destino que rueda de canto a canto? Corre el punto negro, la suma, el siete de memoria sobre el blanco. La arquitectura del dado
El dueño de la escena, es un tiempo vencido, la espiral de un humo, que el mundo espera en un rito mediático, anunciado por campanas de otro tiempo. Es tan nuevo lo viejo, bien conservado. Un espíritu de época que no cree en sí misma. El reloj es un falso enemigo del tiempo. La sombra hace luz, por un natural contraste de las cosas. El tiempo es abrumadoramente contemporáneo del futuro. El pasado nunca se repliega, se hace presente. ¿Qué nos queda para seguir repitiendo la Historia? El hábito de la guerra viste al monje. La guerra es un hábito con nuevos monjes. La guerra habita en distintos lugares de la tierra, pero sobre todo en la mente del hombre. Alumnos eternos, de nuestros propios errores. Repetimos el innovador sueño de la tragedia. Monjes deshabitados, sin edad, en la medianía de nuestro tiempo, una nueva oscuridad. ¿Por quién redoblan las campanas en el campanario? ¿El tañido es el mensaje? Los mensajeros dicen tener la palabra. ¿Será la última, la verdadera? ¿O en verdad, la palabra será el silencio definitivo de la especie?
La guerra es circular. Un Mimo que se cambia de sombreros como el mago de la noche. No importan las épocas, los lugares, el tiempo también es redondo como los anillos rojos de una coral. El tiempo se sabe una ilusión. Se deja correr en la imaginación humana. No recurre a la memoria, ni al futuro, su presente pareciera eterno, y todos los relojes trabajan para él.
El soldado desconocido sabe que alguna vez será conocido, que nunca lo fue, tuvo un nombre, identidad, un pueblo, y su muerte es un mito para recordar que la muerte llega de improviso, anónima, en cualquier lugar y que es también una invención humana. (Representan el poder mundial y se fotografían con una rosa roja frente al monumento del Soldado Desconocido. La Rosa llora, saca sus espinas y se siente una más desconocida que el festejado e irreconocible. Llega un niño a la escena y la blinda)

§ La Plaza Roja es un chocolate

El Kremlin en la Plaza Roja parece una caja de bombones y galletas danesas. Son de varias clases. Se ven, una delicia. Es la gran casa del chocolate. Esas cúpulas de turbantes parecen rellenas de chocolates con licor. Son grandes turbantes, gorros bombones, que piden ser devorados si no fueran tan hermosos. Por allí se detuvieron los ojos chispeantes de los millones de obreros en tiempos de la Revolución Rusa y quedaron intactos los sombreros de chocolate. Los Zares y las Zarinas, vivieron tiempos dorados, con sus carruajes y trajes, las noches de luna en el Kremlin. Los binoculares y satélites de Occidente se posaron por más de medio siglo sobre las cúpulas del poder soviético en tiempos de la Guerra Fría. No sabemos si los inviernos allí fueron más dulces a pesar del frío de témpano siberiano. Los abedules en los bosques de las afueras de Moscú permanecían de pie, casi sonrientes, acostumbrados al rigor de todos los tiempos. Un cuervo sabe que alguien le arrancará los ojos a alguien en algún lugar. La historia es la historia. Hernán Cortés bebió chocolate en Ciudad de México. Fue tal vez el primero del Viejo Mundo, en probar esa delicia venezolana, proveniente del árbol del cacao. En 1.519, cuando el emperador Azteca, Moctezuma tomaron a Cortés por una reencarnación del Dios Quetzalcoatl, ya que llegó con sus tropas, por el mismo lugar por donde había prometido regresar Quetzacoatl, según rezaba la leyenda. Los suizos se demoraron ocho años en encontrar la fórmula mágica del chocolate y eso ocurrió bien avanzado el siglo XIX. En un verano ruso podrían llegar a derretirse las achocolatadas cúpulas del K. Las calles serían dulces de ríos con niños deslizándose por un tobogán sin fin. ¿La Historia tampoco lo tiene, al menos en nuestro tiempo, que aún conservamos parte de la solerilla nuclear, que en verdad protege menos que un bloqueador de sol.? ¿Para qué las armas nucleares, si pudiera bastarnos con una buena barra de chocolate?
En esa inocencia de cuentos de hadas vivieron allí los zares y Stalin. Viejos comunistas con rostros de acero, sin dientes algunos, mujeres con sus clásicas pañoletas, exhiben ahora sesenta años después, una foto de Papá Stalin, buscando mejores días en el recuerdo implacable de esos tiempos montados en la noche del crimen, días agridulces en Siberia, un lugar donde la muerte congela sus intenciones. J. S. ganó la guerra a los nazis. Desarmó toda la industria tuerca por tuerca y la trasladó a Siberia. En el mudo mundo glacial, los pernos eran aceitados al amanecer con grasa de bestias resistentes a todo. La Bestia mayor se devoraba a lo mejor de su generación y congelaba el espíritu, la inteligencia de la Gran Rusia. El Camarada Stalin se sostuvo en sus mostachos, con mano firme, encerrado en un cuarto del Kremlin, viendo pasar la vida y la muerte, apretando las tuercas a toda la nación como un gran oso que nunca invernaba. Hoy, nuevamente, las empedradas calles de La Plaza Roja se llenan de buenas intenciones, los pies de medio centenar de gobernantes que conmemoran el fin de la Segunda Guerra Mundial, el heroísmo y sacrificio ruso, de manera algo tardía, en medio de la Tercera Guerra Mundial, en la que los mismos de antes victoriosos, son los verdaderos promotores. ¿La guerra es este salvaje juego de la historia? Las fotos son elocuentes, trágicas, divertidas, dicen tanto, es la revelación de los hechos postergados en el fondo del alma.

§ Mal que Bien, ambos existen

Se sigue orquestando la muerte desde la cubierta del Titanic. Suenan las cuerdas y el teclado entre el Tigris y el

 

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