Es incrible la cantidad de costumbres ridículas, estúpidas, molestas, que ha adquirido el ser humano a lo largo de su evolución.

Cada mañana, veo a la gente correr cuando la puerta del autobús ya se ha cerrado y agitar su mano (claro, el huracán que provoca este movimiento detendrá seguro el vehículo), mirando el reloj cada tres segundos para comprobar nuevamente que llegan tarde de nuevo a trabajar.

Especialmente molesto es el hábito de entrar corriendo en el vagón del metro y pararse. ¡Ah! Yo estoy dentro, tu te jodes… – Uy, perdona, ¿que no puedes entrar tú también porque me he parado en medio de la puerta y empiezan a cerrarse? Lástima… Podría entrar un poco más, porque hay espacio de sobra, pero eso implicaría sentido común.

Ahora bien, mi costumbre favorita es la comprobación del vacío en un envase con cara de escepticismo. Porque si el bote es transparente, es obvio que no queda nada dentro… pero, ¿y el bote del cacao en polvo?

-Cariño, perdona, me lo he acabado. Hubiera tirado el bote, pero es que me moría por verte mirar al fondo. ¡Estás tan mono mientras compruebas otra vez lo evidente!

Claro que, lo más divertido es ver cómo se acaban los cereales o la leche justo antes de llenar tu bol. ¿Nunca habéis agitado varias veces el brik con cara de desesperación recién levantados? Equivale, más o menos, a descubrir que se ha acabado el papel higiénico cuando has terminado…

En definitiva, el desarrollo de manos, brazos, piernas y pies han posibilitado que pueda reirme cada mañana observando cómo seguimos siendo primates costumbristas más animales que estas pobres especies.

DATOS: Este monólogo acaba de ser creado por mí, María G.

 

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